TITANIC: LA CARA HUMANA DE UNA HISTORIA INSUMERGIBLE
Cien años después del hundimiento del Titanic, la atracción que ejerce el naufragio se mantiene intacta. La historia del buque proclamado insumergible que choca contra un iceberg en las aguas heladas del Atlántico sin contar con la cantidad suficiente de botes salvavidas y provocando la muerte impensada de 1522 pasajeros, muchos de ellos destacados exponentes de la alta sociedad de entonces, se ha transformado en uno de los grandes relatos de nuestro
tiempo, en el que vuelve a abrevar, sin descanso, la literatura, el cine y la leyenda. Lo que queda del Titanic yace inexorable a 4.000 metros de profundidad. Lo insumergible resultó al fin no ser el barco, sino la historia de su trágico final, según sugiere Walter Lord en su libro "La última noche del Titanic". La pregunta es: ¿porqué?
tiempo, en el que vuelve a abrevar, sin descanso, la literatura, el cine y la leyenda. Lo que queda del Titanic yace inexorable a 4.000 metros de profundidad. Lo insumergible resultó al fin no ser el barco, sino la historia de su trágico final, según sugiere Walter Lord en su libro "La última noche del Titanic". La pregunta es: ¿porqué?
Cuando se ensayan respuestas a este interrogante aparecen distintas hipótesis. El relato de la tragedia es una metáfora de la desaparición de una época a la que Mark Twain llamó "Los Años Dorados", que terminaría de cerrarse con la Primera Guerra Mundial. Pero también supone una metáfora de la progresión de todas las tragedias de nuestras vidas, con sus instancias de incredulidad, inquietud creciente, y conciencia plena, según sugiere, otra vez, Lord. Y al mismo tiempo instala el problema del debate ético que abrió esta situación límite, planteado por decisiones tales como ceder o no ceder el lugar en un bote. Como sugiere Robert Ballard, el hombre que en 1985 encontró los restos del transatlántico más famoso: "cada generación redescubre el Titanic por el juego moral que allí debió ocurrir e instala la pregunta: ¿qué haría cada uno en la misma situación?"
Es que en el momento aciago del barco -esas escasas dos horas con cuarenta minutos en que se desarrolló la tragedia con el ritmo de "una novela perfecta", según palabras del cineasta James Cameron- se concentraron historias extremas de lo más dispares. Conductas que la memoria popular se ocupó de guardar en una galería de héroes y villanos con mucho de mítica. Pero en la que, separando la hojarasca, se rescatan comportamientos heróicos capaces de conmover y otros mezquinos que llegaron a estigmatizar la vida de algunos de los sobrevivientes.
GRANDEZAS Y MISERIAS
"¿Por qué nos conmueve cien años después la historia del Titanic con la misma fuerza?: porque en ella se expresa toda la grandeza y todas las miserias del ser humano, tal como sucede con los relatos míticos", dice el antropólogo platense Héctor Lahitte.
Esa grandeza y esas miserias palpitan en las historias habitualmente más desatendidas del relato: las de los pasajeros con nombre y apellido.
Hugh Brewster es un experto en la tragedia del Titanic que colaboró con Robert Ballard en la obra "El descubrimiento del Titanic". En su último libro "Titanic/El Final de Unas Vidas Doradas", que acaba de publicar editorial Lumen, Brewster trata de subsanar ese vacío: "en la mayoría de los relatos del desastre, el protagonista es el Titanic, mientras que sus pasajeros quedan relegados a meros papeles secundarios, despachados con etiquetas como `el millonario John Jacob Astor`, `el intrépido periodista W.T.Stead`, `la diseñadora de moda lady Duff-Gordon`. Pero ¿quién era esa gente? ¿Y qué la había llevado a tan nefasto viaje?", se pregunta.
Brewster indaga en esas historias hasta reconstruir a una primera clase integrada por destacados exponentes de una época de rápida industrialización y creación de riqueza que la Primera Guerra Mundial estaba a punto de cerrar. O una tercera clase conformada por "una mayoría de emigrantes libaneses y sirios junto con un puñado de croatas y búlgaros". Pero también reconstruye, por el testimonio de los sobrevivientes, las actitudes que estos protagonistas tuvieron en el peor momento de la tragedia: cuando la incredulidad inicial dio paso a la desesperación.
Fue en ese momento en el que se registraron historias conmovedoras por su heroísmo y otras que representaron su contracara. Pero para entenderlas conviene repasar las instancias de una tragedia tan vertiginosa como inesperada, que marcó un antes y un después en la historia naval.
EL PRINCIPIO DEL FIN
Los relojes marcaban las 23:39 del 14 de abril de 1912 cuando Frederick Fleet lanzó la voz de alerta desde su puesto de vigilancia, advirtiendo que a menos de 500 metros de distancia se veía un iceberg. En respuesta a la advertencia, el primer oficial William Murdoch inició una tan desesperada como tardía maniobra para evitar la colisión. Poco más de 30 segundos más tarde el barco chocaba con el iceberg.
Al capitán Edward John Smith, y al ingeniero constructor del barco, Thomas Andrews, que participaba del viaje inaugural les bastó una inspección para saber que el barco se hundía. Se dió la orden de evacuar a mujeres y niños a los botes salvavidas. Con todo, la fama de insumergible del barco, sumada a la confusión inicial hizo que muchos no dieran crédito a la advertencia.
El millonario canadiense Hugo Ross pronunció, al ser advertido en su camarote, una frase que quedaría en la historia "hace falta más que un iceberg para que yo me levante de la cama". Horas después moría ahogado.
El artista y escritor Frank Millet, el asesor de la Casa Blanca en cuestiones militares Archie Butt, Clarence Brown y un cuarto hombre cuya identidad se desconoce siguieron con su partida de cartas como si nada. Todos morirían rato después en el mar helado.
Mientras tanto, los primeros botes se iban casi vacíos. Muchos maridos despedían a sus esposas pensando que la evacuación era una medida preventiva y que el barco les daría tiempo a todos a ser rescatados. Pero a medida que se hundía, la idea de que los que no subían a los botes morirían en el mar se generalizaba.
Con todo, muchos elegían poner a la caballerosidad y la solidaridad por delante. Walter Douglas fue uno de ellos: aún cuando los tripulantes lo instaron a subir al bote salvavidas en que viajaba su esposa Mahala, se negó, diciendo que no se iría mientras quedara una sola mujer en cubierta: "Tengo que ser un caballero", fue su respuesta inquebrantable en medio de los desesperados gritos de su mujer, según el relato de Brewster.
En México se menciona especialmente el caso del diputado Manuel Uruchurtu Ramírez, pasajero de primera clase que ya estaba ubicado en su bote y rodeado de escenas de pánico y desesperación cuando vio a una joven que viajaba en segunda clase y estaba quedándose en cubierta. Uruchurtu Ramírez le cedió su lugar para morir rato más tarde en las aguas heladas del mar.
Robert Ballard recuerda una historia particularmente conmovedora: la de un chico que subió al barco con 17 años y cumplió 18 la misma noche del hundimiento, lo que lo convertía en mayor de edad. Cuando le ofrecieron subir a un bote el chico se negó, alegando que eran para las mujeres y los niños. Y el ya era un hombre.
Brewster también cuenta la historia del millonario John Jacob Astor IV, quien desde el choque con el iceberg se mantuvo junto a su mujer Madeleine, 30 años menor. Una vez su mujer hubo embarcado en un codiciado bote salvavidas, Astor preguntó al tripulante si, dado el estado de Madeleine, él podía subir y acompañarla. Le dijeron que no. Entonces se sacó los guantes, los arrojó hacia Madeleine y se dispuso a morir. La última vez que lo vieron estaba parado en cubierta, serio, junto a Kitty, el perro de la pareja.
La afabilidad y buena predisposición para la ayuda que en todo momento tuvieron el artista Frank Fillet y el militar Archie Butt, ayudando a la gente a subir a los botes, es todavía hoy motivo de opiniones divididas. Algunos aseguran que, asumida la tragedia, se dispusieron a morir como caballeros, ayudando a quienes pudieran. Otros creen que no midieron cabalmente la magnitud de lo que estaban viviendo y consideraron que podrían nadar en el agua helada hasta el Californian, un barco visible desde el Titanic que desoyó sus señales de alarma.
Igualmente destacada fue la actitud del jefe de panaderos del transatlántico, Charles Joughin, quien junto a sus ayudantes se dedicó a repartir hogazas de pan en los botes que partían sin preocuparse por salvar su propia vida. Finalmente sobrevivió nadando hasta uno de los últimos botes.
Especialmente recordadas son las palabras del millonario Ben Guggenheim, a quien se le escuchó decir: "nos hemos puesto nuestras mejores gales y estamos dispuestos a hundirnos como caballeros", tanto como la actitud de la orquesta, que siguió tocando hasta el último momento éxitos de la época, como la canción "Alexander`s Ragtime Band".
La contracara de estas actitudes fueron las que llevaron a la estigmatización de algunos personajes. Como el más alto directivo de la empresa que había fabricado el Titanic, J.Bruce Ismay, a quien se acusó de abordar un bote salvavidas cuando aún quedaban mujeres en el barco; la de los tripulantes de 14 de los 16 botes, que no quisieron volver a buscar sobrevivientes que permanecían en el mar una vez que el barco se hubo hundido, o la de los tripulantes del Californian que, permaneciendo cerca del Titanic, desoyó sus señales de alarma.
Cuando no quedan ya restos en el fondo del mar de los cadáveres, cuando a quienes se ocuparon de encontrar lo que queda del barco les preocupa que esos hierros se puedan preservar, la historia se mantiene vigente e inoxidable. O como dice el antropólogo platense Héctor Lahitte: "la historia del Titanic ya es un monumento construido. Podrá haber otros naufragios, podrá haber otras tragedias, pero sólo serán versiones de ésta, que ya tiene, para nosotros, las características del mito".
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